Llegó el frío señores y con eso las gripes, los resfríos, las frazadas, los calzoncillos largos, las bufandas, los guantes, los churros, los submarinos y demás objetos propios del clima gélido. Lo más probable es que estén pensando que me olvidé de nombrar al objeto por excelencia en épocas de bajas temperaturas: estoy hablando del siempre querido y odiado calefactor. Querido y odiado, sí, con el calefactor se tiene siempre una relación de amor-odio (como con las suegras y los quinieleros). El amor que le tenemos a nuestro fiel eskabe de 2000 calorías cuando calienta nuestros interiores (de las casas) es precedido por una semana de repulsión total por habernos hecho transpirar 10 horas tratando de que el señor se dignará a enceder el piloto.
Crónica de un calefactor encendido
El frío se hace presente casi sin previo aviso (la confiabilidad en el pronóstico meteorológico es consabida) un día y el vulgo se desespera en combatirlo con todos los elementos posibles cual si fuera una malahierba (como la soja, que es un yuyito que crece hasta en las veras de las rutas). Las bufandas y los guantes asoman de los estratos más bajos de aquel cajón olvidado, las camperas empiezan a poblar los respaldos de las sillas y los pañuelos de papel se convierten en aliados estratégicos. Pero el que carga sobre sus espaldas el mayor trabajo es el siempre cuestionado calefactor. Fiel amigo al momento de exhalar su caliente aliento, se puede volver traicionero si no se lo trata con respeto. Tampoco es muy servicial al momento de comenzar su trabajo. El calefactor es un poco remolón cuando se trata de empezar un nuevo año de trabajo. Antes de prenderlo hay que limpiarlo bien, porque el señor es un poco mugriento y durante su temporada de vacaciones no se preocupa mucho de mantener su imagen juntando tierra, telarañas, uñas y otros residuos de esa índole. Por eso antes de comenzar su tarea conviene pasarle un trapito mojado para que no se queme toda esta basura al ir subiendo la temperatura. Sin embargo, no todo es alegría una vez limpio el artefacto, sino que nos aguarda una duda eterna: ¿el gas está abierto con la perilla hacia arriba o hacia el costado?. Tras deducir la respuesta mediante el viejo y mentado recurso de ensayo y error llegamos a la conclusión de que está abierto y procedemos a enfrentar el siguiente reto: el encendido. El dedo pulgar dobla su ancho después de media hora de lucha para lograr que el piezoeléctrico encienda la llamita vacilante del piloto. Una vez logrado nuestro cometido debemos hacer una vigilia de dos horas sosteniendo la perilla, después que se nos apagara tres veces y maldijéramos 233 veces. Por fin logramos nuestro cometido y el calefactor comienza a irradiar las primeras ráfagas de aire caliente, sin embargo, debemos soportar todavía 2 horas más de olor a tierra quemada. Nuestra travesía ha llegado a su fin, y ya estamos preparados para afrontar un nuevo año de fríos y cerrazones.
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