miércoles, 11 de julio de 2012

Picadito

En el año 1492, Colón llegó a América. Se trataba de un audax italiano nacido en Genoa, hijo de padres rentistas y de un impresionante despliegue marítimo. Se abría así una nueva etapa para nuestro continente, la cual culminaría a partir del siglo XIX con el surgimiento de un territorio autónomo, dejando atrás la era de la colonia impuesta por los europeos. Como argentinos, nunca olvidamos las hazañas de San Martín y el cruce de los Andes, de Belgrano y la creación de la bandera, de Sarmiento y la fundación de la educación pública Nacional. Ni que no seríamos una república independiente de no ser por el 9 de Julio de 1816.

Lamentablemente no recordamos tanto a Jorge Wilstermann, Palestino de origen, Platense de residencia. Una tarde –hace ya unos años-, Jorge, vestido con un conjunto deportivo español, tomaba un té de bolton y escuchaba viejas canciones de Yupanqui cuando comprendió que debía luchar por el porvenir. Como defensor de Bolívar y de O’Higgins, había peleado muchas veces contra los millonarios bregando por la equidad. Decidió entonces ir en su Torino al rescate de los desamparados. Su generosidad le hizo ganar una notable fama entre los colegiales del Instituto de la Rampla, lo que movilizó la adhesión de la Comisión de Actividades Infantiles del centro de estudiantes de la Universidad de Chile. En talleres conseguidos para tal fin, pudieron los más humildes practicar gimnasia y esgrima, entre otros eventos de carácter recreativo

El nombre de Wilstermann llegó hasta los oídos de Guillermo BrownJunior-, conocido como "el almirante Brown", quien se encontraba en Munich en 1860, encargado del arsenal de armas establecido en el Tiro Federal de la región de Bayern. Se trataba de un personaje muy influyente en la democracia de nuestro país. El militar, enfurecido por la difusión que habían adquirido las acciones de Jorge, en un huracán de furia, le quito los predios en donde se realizaba el quehacer deportivo. Inició así una quema de brujas ayudado por sus secuaces en el nuevo continente y por las ventajas de las nuevas comunicaciones que lo mantenían informado. 

La reacción del oficial castrense generó un revuelo internacional, llevando al pelirrojo almirante a ser criticado alrededor del atlas todo. Numerosas veces fue increpado por peatones al grito de “Colo, Colo, sos mala lecce!” Y en una ocasión le fue arrojada una granada, la cual no llegó a explotar. Presionado para que levante la prohibición a las actividades de Wilstermann, Brown decidió refugiarse en sectores conservadores de la sociedad. Así, asistió a la Universidad Católica durante la celebración del Patronato de la Juventud Católica, con peregrinaciones por los santos San Lorenzo y Santa Marina

Pero cuando la sociedad puebla las calles y sale de su boca un único grito, poco más puede hacerse. Los reclamos de libertad de acción para Jorge fueron acompañados por la unión de todo gremio en el país. Finalmente, durante un acto llevado a cabo en la avenida Santa Fe del barrio porteño de Palermo, la proscripción fue levantada. Y Wilstermann resurgió, como el ave Fénix.

jueves, 19 de abril de 2012

Gato por Liebre

En algún momento del siglo III a.C., el astrónomo griego Aristarco de Samos trazó las bases de lo que luego se conocería como “Teoría Heliocéntrica”, completada y perfeccionada por Nicolás Copérnico y Galileo Galilei, entre otros. Según los postulados de Aristarco, el centro del universo –conocido- estaba ubicado en el Sol y no en la Tierra, siendo esta última la que se movía alrededor del primero, a la par de otros planetas cercanos. Las ideas del astrónomo griego no tardaron en ser tildadas de absurdas por buena parte de la opinión pública helena, fuertemente arraigada al geocentrismo. Casi dos milenios después de que Aristarco fuera el hazmerreír de la comunidad astronómica, la teoría construida sobre sus premisas reinaba –casi- sin oposición en el ámbito científico –y aún hoy lo hace.

Muchas -y muy diversas- son las creencias que cotidianamente afirmamos sin el más mínimo cuestionamiento. Que así es la vida, que qué le vamos a hacer; que vivimos en democracia porque el pueblo elige; que está pesado y se viene la lluvia; que si el agua se hierve se le va todo el oxígeno; que Jesús murió por nosotros, que las brujas no existen pero que las hay, las hay... Lo que tienen en común todas estas ideas es que son fáciles de creer. Fáciles en tanto adherir a ellas no proporciona mayor riesgo de entrar en conflicto, de ser rechazado o desacreditado. Esto es así porque, de la misma manera en que nosotros respaldamos –tácitamente- estas afirmaciones, buena parte de la sociedad también lo hace. Y es mucho más amigable decir cualquier cosa cuando tenemos la certeza de que todos asentirán calladamente.

La imagen que se encuentra al pie de este párrafo puede ser reconocida fácilmente por gran parte de la raza humana. En ella se retrata a Goofy (o Tribilín), personaje animado de los estudios Walt Disney. La identidad de Goofy, compañero de aventuras del ratón Mickey, será nuestro objeto de observación y análisis en los próximos renglones.



Según la opinión mayoritaria, Goofy es un perro. Si nos tomáramos el trabajo de realizar una encuesta en la vía pública, en la que se pregunte a los peatones qué tipo de animal creen que es Goofy, el grueso de las personas –sin contar a quienes nos insulten o se rían de nosotros- afirmará que se trata de un canino animado. Como los discursos dominantes ejercen presión sobre las opiniones, obligando a callar o a modificar su postura a quienes originalmente no adhieran a la actitud hegemónica(1), los que no estén seguros de que Tribilín sea de hecho un perro o teman decir algo factible de ser condenado, responderán, sin embargo, como el resto de los transeúntes. Con todo, aún en los más amplios consensos, existen voces disonantes que, por locura o rebeldía, no temen contradecir los argumentos que la sociedad plantea como indiscutibles. Somos pocos, pero valientes, quienes gritamos a los cuatro vientos que Goofy no es un perro, es una vaca. O un toro. O mejor, un vaco.

Antes de plantear los motivos que nos permiten sostener esta novedosa teoría, es necesario hacer ciertas aclaraciones y concesiones. En primer lugar, los rasgos faciales de la caricatura son fuertemente caninos: el hocico, la nariz negra sobresaliente y las orejas largas se corresponden con la iconicidad de un perro de porte mediano, como el Cocker Spaniel. Por otra parte, tenemos bien en claro que, al tratarse de una serie animada, los personajes no deben adaptarse necesariamente a categorías –o en este caso “especies”- existentes, o al menos no tienen por qué respetar cada una de las cualidades que las definen en el mundo real.

No pueden dejar de observarse, no obstante, ciertas anomalías en la teoría de la caninidad de Tribilín. Y se trata de excepciones lo suficientemente capaces de poner en jaque a la opinión dominante.

La objeción más divulgada, acaso por su obviedad, es que Goofy posee facultades y rasgos no-propios de un perro. En efecto, el personaje camina en dos patas, habla, no tiene cola, usa prendas de vestir y sus extremidades son de una morfología casi humana. Claro, este embate puede resistirse haciendo valer la segunda de las aclaraciones anteriormente mencionadas. La segunda anomalía, empero, complica aún más el panorama.

En las clásicas aventuras de Mickey Mouse no suelen repetirse animales de la misma especie y del mismo sexo. Así, tenemos a Mickey y a Minnie –dos ratones-, a Donald y a Daisie –dos patos-, etc. Es cierto que posteriormente al éxito inicial de la serie animada, se agregaron personajes de las mismas características, pero con el fin único de rivalizar o complejizar a los ya existentes –se crearon a los sobrinos patos de Donald, a los hijos de Goofy, a los enemigos ratones de Mickey-. Lo problemático es el hecho de que, en el mundo de Disney, ya existe un perro, Pluto, quien sí cuenta con todos los rasgos y características caninas de las que carece Tribilín. La contraposición entre el perro estándar de la serie –Pluto- y Goofy, no hace más que poner en relieve la fragilidad de la concepción hegemónica ya citada.

Y si Goofy no es un perro –se preguntarán ahora- ¿qué mierda es? Una última observación puede aclararnos esta cuestión. Como verán en la imagen ubicada bajo este párrafo, Goofy, al igual que sus amigos Mickey y Donald, sentía atracción por el sexo opuesto y, en ocasiones, se lo veía en pareja. Quien lo acompaña en el dibujo es nada menos que Clarabelle, su amante declarada en un puñado de capítulos(2). Clara, por un lado, es indiscutiblemente una vaca: tiene cuernos, orejas y anchos orificios nasales. Por otro lado, como Goofy, anda en dos patas, habla, canta, baila y se viste. Y como Disney era un buen republicano, no creemos factible que haya querido alentar las relaciones interespecie –probablemente se opuso incluso a las interétnicas-.

Lo dicho alcanza y sobra para negar la condición sabuesa de Tribilín. Además, sirve para empezar a pensarlo como a un vacuno macho: completa la pareja-tipo-disney con Clarabelle. El problema es que Goofy no es lo suficiente malo para ser considerado un toro, de hecho los toros graficados en la serie animada respetan los cánones de la zoología. Por esto, en principio, podemos decir sin miedo a ser tachados de dementes, que Goofy es un vaco, un toro metrosexual o una vaca lesbiana-activa. En todo caso, tendremos que esperar a que don Walt despierte de su sueño helado para aclarárnoslo.

Más de dos mil años tuvieron que transcurrir para que la hipótesis –procesada- de Aristarco de Samos fuera adoptada por la sociedad y su sentido común. Esperemos que no pase lo mismo con Goofy y su bovinidad latente.

(1) En este artículo los términos “dominante” y “hegemónico” se utilizan como intercambiables. Lo cierto es que no se trata de sinónimos, ya que lo hegemónico es algo reforzadamente dominante. Pero a los fines de este post, sirve.
(2) Hay quienes dicen que Clarabelle aparece en alguna ocasión emparejada con otro personaje –un toro-, por lo que interpretamos que la relación con Goofy no prosperó.