miércoles, 9 de marzo de 2011

No volamos porque no queremos

Nadie conoce la historia completa. Bueno, sólo él, y no puede contárnosla. Pero todos acordamos en que los hechos fueron más o menos los siguientes.

El pequeño Ernesto se movía mucho mientras dormía. Más de una vez se cayó de la cama en mitad de la noche y todos los amiguitos que se habían quedado a dormir en lo de la familia García se habían quejado de las patadas que Ernestito les propinaba al compartir con ellos la cama.
Una tarde, mientras veíamos un documental sobre aves rapaces en la televisión, Ernestito me preguntó si conocía a alguien que supiera volar. Yo, creyendo que el niño había expresado su duda erróneamente, le re-pregunté:
-¿A qué te referís con “saber volar”?
Me miró con los ojos bien abiertos y, como si fuera obvio, aclaró:
-Alguna persona que sepa volar, como las águilas.
Aquí me detuve un segundo antes de responderle. Lo cierto es que nunca me gustó el papel del adulto explicando las reglas del mundo al niño inocente. Siempre detesté a los mayores que habían criticado el dibujo de la boa y el elefante de Saint- Exupéry.
-Bueno, yo no conozco a nadie que haya volado- empecé- pero hay muchas personas que yo no conozco, así que tal vez alguien “sepa” volar.
Ernesto se quedó callado, pensativo. Me vi en la obligación de racionalizar un poco su mundo fantástico.
-Claro que las personas podemos volar en aparatos diseñadas por nosotros, como los aviones, o los helicópteros...-iba diciendo, cuando me interrumpió.
-¡Eso no es volar!-exclamó, casi ofendido- ¡Eso es estar sentado en el aire, mientras una máquina te lleva! Debe haber una forma de volar sin nada más que el cuerpo...
Se lo veía preocupado. A mí me daba risa: Ernesto siempre fue un niño con mucha imaginación, y siempre era divertido charlar con él cuando visitaba a sus padres en su casa cerca del centro de la ciudad.
Por esas épocas yo apenas conseguía tiempo para obtener el dinero necesario para sobrevivir y reinvertir mi tiempo en seguir trabajando. El día que me despidieron, no obstante, no tuve mejor idea que pasar una vez más por lo de Ernestito, que se mostró feliz de verme nuevamente.
-¡Ya encontré la solución!- me dijo, sobresaltado.
Yo, con la mente aún en mi cesantía, no supe de qué me hablaba. El se dio cuenta.
-¡Volar! Las personas podemos volar. Yo puedo...yo pude.
Me dedicó una sonrisa enorme. Hubiera preferido la muerte a tener que borrársela.
-¿Qué querés decir con que pudiste volar?- me animé a preguntarle.
-Anoche, mientras dormía. Estaba en un pasillo muy largo, como el del consultorio del dentista, y yo volaba de una punta a la otra, haciendo así con las manos.- me explicó, mientras subía y bajaba los brazos rápidamente.
Yo, que tenía un humor de perros, fui poco amable con la réplica.
-Estabas soñando, Ernesto- le dije, altaneramente.
-¿Y qué tiene que ver eso? Yo volaba y la gente me miraba sin poder creerlo. ¿Qué importa si era un sueño?
El niño estaba claramente decepcionado, no esperaba semejante reacción de mi parte. Pero yo no tenía ganas de seguirle la corriente. Me limité a responderle secamente.
-Importa, porque en los sueños pasan cosas que en la realidad son imposibles. Las personas no podemos volar, porque no tenemos alas.
Herido, pero con el orgullo intacto, me dijo seriamente:
-No volamos porque no queremos.

Los días siguieron transcurriendo, como era de esperarse. Encontré, poco tiempo después, un nuevo trabajo en las afueras de la ciudad. Desde la ventana de mi flamante oficina podía ver los aviones que bajaban hacia el cercano aeroparque. Una mañana, mientras observaba a una aeronave deslizarse entre las nubes, me acordé de Ernestito. Decidí visitarlo unos días después.
Cuando lo vi, supe que me había disculpado, sin decírmelo, por mi comportamiento en nuestro anterior encuentro. Hablamos un buen rato de la escuela y de deportes, cuando decidí sacar el tema.
-¿Cómo vas con eso de volar?- curioseé.
-Vuelo casi todas las noches, cuando duermo. Un día de éstos voy a probar despierto. Mis amigos no me creen, ya les voy a mostrar.
-Bueno, cuando seas experto me tenés que enseñar- le advertí.
-Está bien, pero tenés que querer- me dijo, como buscando fe en un desesperanzado.
Antes de despedirme de los García esa tarde, Ernesto me invitó a su fiesta de cumpleaños que celebraría la semana siguiente.

El día del evento salí tarde del trabajo, por lo que retrasé en un par de horas mi llegada a la casa de los García. Jamás me imaginé el caótico escenario que encontraría allí: autos de la policía en la puerta, gritos, llantos, niños asustados. Ernesto no estaba, había desaparecido media hora atrás. Nadie lo había visto salir. Entre búsquedas por la zona y preguntas a los padres de los niños invitados, se pasó la noche.
Alrededor de las cinco de la madrugada todo se resolvió para mí. Celia, la mamá de Ernesto, me contó entre sollozos que minutos antes de que su hijo se evaporase había discutido con unos amiguitos en el patio. Tras el altercado, había corrido a encerrarse a su dormitorio. Cuando le pregunté sobre la temática de la discusión, ella me respondió:
-No escuché bien la conversación, pero Ernesto les gritaba que “sí se podía” hacer algo.
Segundos luego yo estaba corriendo, como el niño lo había hecho horas antes, hacia la habitación del desaparecido Ernestito. La ventana, como lo sospechaba, estaba abierta. Pero los policías habían confirmado que nadie había caído desde esta, ubicada en la quinta planta del edificio.

De la misma manera que yo no le había creído a él, nadie hizo caso de mi hipótesis. El hecho de que un niño haya intentado volar desde su ventana sólo se hubiera comprobado de haber encontrado el cadáver estrellado contra el asfalto. Nadie supo explicar cómo un niño de once años pudo esfumarse sin dejar rastro alguno.

Hace algunos meses visité el norte de México. Mientras acampaba cerca del pacífico, escuché como un turista le contaba a otro sobre las aves que llegaban cada año desde el Ártico en búsqueda de calor. Este hombre decía haber visto, además, un ejemplar con una forma muy rara, volando como un intruso con el resto de la bandada.