viernes, 9 de abril de 2010

El Consultorio del Dr. Vázquez (II)

El Dr. Vázquez daba vueltas por su consultorio. Revisaba una y otra vez cada recoveco de la habitación. Miró debajo del diván, entre los almohadones de su sofá y atrás de cada libro de su amplia biblioteca. No podía encontrar su billetera. Había gritado a su secretaria que no lo moleste e incluso ordenó que le cancele una sesión a un paciente. Odiaba cuando las cosas se le perdían, y aún más el hecho de perder las ganancias de toda una semana.
A eso de las seis, cuando ya iba por su cuarta revisión de los sacos colgados en el perchero, su secretaria abrió tímidamente la puerta y en voz baja le informó que su próximo paciente estaba esperando ser atendido. Vázquez decidió rendirse e indicó a la secretaria que haga pasar al hombre.

Momentos luego cruzaba el umbral de la habitación un personaje particular. Alto, delgado y con cara juvenil, mostraba el encogimiento de quien llega por primera vez a una sesión de psicoanálisis. Vestía unos gastados jeans de corte clásico y un buzo a rayas blanco y rojo. El mismo diseño tenía también el gorro de lana que traía en la cabeza, a pesar de los treinta grados que había en el ambiente. Usaba anteojos y traía colgando diversos objetos típicos de un mochilero: una riñonera, una mochila con una colchoneta enrollada encima, una cantimplora y demás instrumentos de supervivencia.

El Doctor estiró la mano para saludarlo.
-Buenas tardes, soy el Dr. Amadeo Vázquez, usted debe ser...
-Wally, sólo Wally. Perdone que venga de esta manera tan desprolija, es que acabo de llegar a la ciudad, y no tuve oportunidad de dejar las cosas.
-No hay problema, señor Wally. Por favor, tome asiento.

El paciente ordenó sus pertenencias prolijamente a un lado del diván y lentamente se recostó en el.

-Bueno, señor Wally, dígame: ¿qué lo motivó a venir esta tarde?
-Es complicado.- respondió Wally- No sé si su secretaria le contó mi historia. He pasado los últimos veinte años de mi vida viajando. Desde que cumplí dieciocho años y decidí ir a explorar el mundo, nunca he pasado más de unas semanas en el mismo lugar...
-¡Un aventurero!- exclamó el Doctor – Supongo habrá visto muchos de los lugares más lindos del planeta.
-Sí, miles.- suspiró apesumbrado el paciente- Las pirámides de Egipto, el Taj Mahal, la Muralla China, los Alpes, el Caribe, el Polo Sur... incluso viajé por otras eras de la historia con una máquina del tiempo que encontré por ahí. -Wally tomó un trago de agua que el doctor le había servido.- Pero ahí está el problema: ¡no doy más! Los últimos cinco años he avanzado por inercia, no soporto más la idea de otro pueblo, otra plaza, otro hotelcito, otro camping...
-Discúlpeme- interrumpió el doctor- pero en un principio, ¿cuál fue el motivo que lo llevó a emprender su viaje? ¿Qué era lo que buscaba allá afuera que no tenía en su vida?
-Y... Me encantaba perderme. Perderme en las multitudes. No había nada para mí más placentero que la sensación de riesgo que significaba no saber muy bien donde estás y no conocer a nadie quien pueda facilitarte las cosas. A veces pasaba días solo caminando por lugares sin saber siquiera el nombre del poblado en el cual estaba: tomaba fotos, miraba a la gente, caminaba junto a mi pequeño perro.
-Y hoy siente- continúo el doctor- que la diversión se ha ido. Que ya no hay nada afuera que pueda darle ese placer que con tanto ahínco persiguió. ¿Es así?
-Más o menos.- dijo Wally, e hizo una pequeña pausa- No me malinterprete: aún me sigue gustando la emoción de lo nuevo, el riesgo del anonimato en medio del gentío. Pero estoy envejeciendo. Tengo casi cuarenta años, y no tengo nada. Sólo a mi perro, el cual ya está viejo y cansado de caminar. Incluso mi novia, Wanda, la cual tenía mis mismos sueños, se cansó hace unos años y me dejó por el dueño de un camping en Machu Picchu.
-¿Y su familia?- inquirió el doctor.
-Nunca nos llevamos bien... Volver a la casa de mis padres no es una posibilidad. No somos compatibles: mi madre es una maniática del orden y mi padre tiene agorafobia.
-Bueno, entonces está claro, ¡siente cabeza!- exclamó Vázquez- Consiga un trabajo, búsquese un departamento, y empiece una vida normal.
-No crea que no lo he intentado. Más de una vez he empezado una vida burguesa. Incluso una vez compré muebles y algunos libros. Pero tarde o temprano el encierro me aterra. Termino siempre tomando la mochila y huyendo a mitad de la noche.
-¿Huyendo de quién? ¿Huyendo de qué?
-No lo sé. De mí mismo, tal vez. De la vida moderna, de los estándares.
-Me parece que es por ahí, señor Wally, usted le tiene miedo a ser categorizado, etiquetado como alguien fijo, predecible. –el doctor se incorporó en su asiento- Prefiere el anonimato, que nadie sepa nada de usted, ser visto sólo una vez.
-Sí...
-Pero usted debe entender- continuó el doctor- que mientras usted siga a su corazón, y persiga sus deseos, como lo hizo aquella vez hace veinte años cuando dejó la casa de sus padres; mientras usted no obedezca a otra ley que la que usted mismo se impone, nunca será un estereotipo. Señor, recuérdelo: puede viajar si quiere, puede detenerse cuando usted prefiera; pero nunca deje que la opinión de otros determine su ruta.

El paciente lloraba en silencio, sin siquiera notar que las lágrimas rodaban sobre su rostro. Luego de un minuto en el que reinó el silencio, Wally se paró y estrechó la mano enfervorizadamente al doctor.
-Muchas gracias- dijo con emoción. Todo se me ha aclarado: gracias por ayudarme a encontrarlo.
-Señor, no se preocupe- sonrió el Dr. Vázquez- ese es mi trabajo.

El doctor dio media vuelta y caminó hacia su escritorio para realizar una factura de cobro del servicio. Cuando tomó la lapicera, se volvió hacia el paciente
-¿Cómo era su apellido, señor Wal...?

La puerta de la habitación estaba abierta, lo mismo que la puerta de la sala de espera que daba a la calle. Vázquez y su secretaria corrieron hacia la vereda, pero era inútil. Wally se había escapado sin pagar. Una multitud circulaba en ambos márgenes de la calle y perderse dentro de ellas era lo que el fugitivo mejor hacía.
Con indignación, el doctor volvió a su consultorio, y se recostó en su sillón. Cuando ya estaba por declarar a aquella tarde como la peor de su vida, se llevó inconscientemente la mano al bolsillo de su pantalón y notó con sorpresa que había encontrado la billetera que tan exhaustivamente había buscado. La vida no era tan mala.

3 comentarios:

Unknown dijo...

me re gusto papa. un placer como siempre motivar a mis amigos a seguir incorsiuonando a navegar los mares de las escrutura ;)

Doctor seisdedos dijo...

Wally, entonces, ¿es un garca? Se me arruina la infancia, no me lo digas, no me lo digas...

Brunomilan dijo...

Felicito a Higleppi por poner a Belle & Sebastian como posible dupla de la selección (sé que el Fran escucha música grabada solo hasta 1975, por lo que debe desconocer las gemas pop de los escoceses)