A menudo en la vida nos planteamos objetivos relativa o totalmente inalcanzables. Soñamos con volar con alas propias, con heredar una gran fortuna, con que Racing salga campeón... Más allá de la gran gama de metas, en realidad el sueño es siempre el mismo: ser feliz; que algo o alguien nos haga feliz, nos de lo que al parecer nos falta para llegar al estado de infinita satisfacción.
Y es a mi modo de ver en este punto cuando nos encontramos con gran un problema, y es justamente que la felicidad es inalcanzable. Aquel estado máximo de alegría no existe en sí como una etapa estable, o como un escalón al que logramos llegar para quedarnos en él. La felicidad es una sensación momentánea, está en los pequeños momentos, viene sin avisar y se va sin que la echemos.
Que no nos quieran mentir con versos como el “vivieron felices por siempre”, porque la propia vida se encarga de refutarlos. Les aseguro que si el cuento de Blancanieves hubiera avanzado en la historia unos años más veríamos que la sensación de felicidad proporcionada por el amor del encuentro con el príncipe azul habría desaparecido. Tal vez con varios hijos a cuestas, llorando y requiriendo de constante atención, el príncipe huiría hacia oscuros bares, mientras que la desolada princesa Blanca recurriría al cariño de sus viejos compañeros enanos.
De cualquier manera, para mi la felicidad es el eterno horizonte, ese al cual nos dirigimos sin saber (y sabiendo al mismo tiempo) que se aleja a medida que avanzamos en dirección a él.
No es mucho más lo que quiero decir al respecto. Algunas veces sostengo la hipótesis de que tal vez una persona sin contacto con la realidad actual, quizás recluida en una isla apartada con su pequeña familia, sin lujos, cosechando sus propios vegetales, criando su propio ganado; pueda alcanzar un cierto nivel de felicidad constante. Quizás.
Por otro lado, el mundo de hoy se ha vuelto muy complicado: muchas calles, avenidas, tránsito, gente, gritos, trámites, competencia... es irreal plantearse siquiera la posibilidad de ser feliz por más de algunos minutos, quizás horas.
Con una amiga discutíamos hace poco la posible relación inversa de la felicidad con la inteligencia humana. Traté de sostener la idea de que una persona inteligente tenía aún menos chances de ser feliz que una tonta, ya que sus metas son más altas y no se contenta con la mediocridad que el tonto podría considerar satisfactoria. Le dije : “hay gente copada, gente linda, con habilidades sociales... y después quedamos los inteligentes, ¿y qué le vamos a hacer?: no podemos ser felices, estamos para otras cosas”. Mi amiga, con un suspiro de tristeza sólo alcanzó a responderme: “Tal vez sería más inteligente ser lo suficientemente listo para averiguar cómo ser feliz”.
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