"Pasan cosas muy raras en el autoservicio Gutiérrez" nos decía Marta, una señora del barrio Chirola. Y la vecina tiene razón: hace poco menos de un mes, desde que inauguró, el local ha sido víctima de extraños incidentes, los cuales han desconcertado a la emprendedora familia Gutiérrez tanto como a los chismosos de la zona.
Lo cierto es que desde su apertura, todos los sábados el local que intenta ocupar el rol de supermercado de barrio, amanece totalmente destartalado: la mercadería por el piso, desparramada, objetos rotos, góndolas caídas...
"Lo más extraño de todo -asegura Luis, frecuente del Bar el Bardo, lindero del autoservicio- es que nunca se llevan nada: las únicas pérdidas son producidas por objetos rotos y mermas de los productos".
"El primer sábado pensé en muchas cosas: una broma pesada, intento de intimidación, incluso no descarté algún movimiento sísmico" nos cuenta Roque Gutiérrez, propietario del negocio. Lo cierto es que consternado decidió pasar el día acomodando el local que ya había preparado algunos días atrás.
Para la semana siguiente contrató a un sereno, el cual ocupando el perímetro del edificio, tenía la tarea de evitar posibles intromisiones no deseadas. Tamaña sorpresa causó al Sr. Gutiérrez (y tamaño despido al guardia) el hecho de que el siguiente sábado el local volvió a amanecer totalmente patas para arriba.
"Estaba completamente desesperado" nos comenta Gutiérrez, con voz cansada. Y no era para menos: una vez más el supermercado se encontraba en un mar de naranjas rodando por el piso, litros de desodorante para piso volcado y una buena cantidad de carteles quemados. Sin embargo, no parecía faltar nada más allá de lo roto.
Al tercer sábado, Gutiérrez decidió quedarse él mismo del lado de adentro del local. No confiaba en nadie luego de los sucesos pasados. Llegó al negocio diez minutos antes del cierre (alrededor de las 21.50) y se ubicó cómodamente en la sección revistas, en donde hojeó ansiosamente una Anteojito del año 93. Pasaban los minutos y Gutiérrez seguía allí, sentado en la misma reposera de playa, con los ojos abiertos de par en par: nervioso, con algo de miedo y expectante de aventura.
Lo que pasó, Gutiérrez aún no se lo explica. Recuerda haber estado todavía en el mismo asiento, en el mismo pasillo (desde el cual podía ver casi en su totalidad el local) hasta alrededor de las 23.45, cuando de repente creyó sentir un leve pinchazo en la parte posterior de su brazo e inmediatamente se sintió extraordinariamente cansado. Confundido, intentó incorporarse y recuerda haber caído de bruces al piso, en donde se quedó dormido segundos después.
La mañana siguiente Gutiérrez despertó con los primeros rayos del sol y para su frustración pudo ver como el local nuevamente se encontraba en ruinas. Lo habían dormido, quien fuera que haya sido, lo había tomado por detrás y se habían deshecho de él para obrar una vez más con total tranquilidad.
Esos días vieron a Gutiérrez más decidido que nunca: se propuso que nunca más le sucederían cosas de esta naturaleza y de inmediato inició acciones extremas. Contrató de inmediato a un escuadrón de seguridad conformado por cuatro hombre armados especialmente preparados en espionaje y un detective privado de renombre en la región: el Dr. Pingsdorf.
Aunque el gasto en este servicio le haya costado a Gutiérrez más pérdidas aún de las ya existentes, el viernes por la noche dejó el local con la sensación de que el equipo que dejaba en el lugar le daría una gran satisfacción la mañana siguiente.
Gutiérrez se dirigió a su casa, cenó con su familia de muy buen humor y hasta sintonizó su programa de música clásica preferido. Estaba muy confiado. Y muy equivocado.
Cuando llegó el sábado a las 6.30 de la mañana, Gutiérrez sintió como el alma le caía abruptamente al suelo. Por las ventanas transparentes del negocio distinguió cuatro fornidos cuerpos caídos en el suelo del local y el mismo desorden de siempre. Corrió hacia la puerta, la abrió rápidamente y se dirigió sin escalas a los guardianes desmayados. Tardó diez minutos en despertarlos y sólo obtuvo testimonios de incredulidad: habían sentido al mismo tiempo pinchazos y habían caído dormidos.
Gutiérrez no lo podía creer, lo habían burlado una vez más. Y de repente algo le vino a la cabeza: el detective.
Los guardias decían no haberlo visto luego de entrar al local, y como no lo conocían, no se molestaron en establecer ningún tipo de relación con éste.
Gutiérrez buscó a tientas por todo el desorden la figura de Pingsdorf, al que esperaba también dormido en algún rincón. Pero no. No estaba en ningún lado. Llamó a la casa del detective, y nunca había llegado allí. Preguntó a los vecinos y nadie supo decirle nada. Daba la impresión de que había sido tragado por la tierra.
Una vez más poco a poco, con la ayuda de su familia y de algún que otro vecino solidario, Gutiérrez se dispuso a ordenar el local ese sábado por la tarde. Estaban por terminar cerca del horario de la cena cuando debajo de una góndola, Gutiérrez vislumbró un artefacto cuadrado. Estiró su brazo para alcanzarlo y con esfuerzo lo logró. Era un grabador de voz y tenía en la parte de abajo una etiqueta con el nombre de Dr. Pingsdorf en él. Con lentitud, abrió el artefacto y encontró un cassette en el interior del aparato. A la misma velocidad rebobinó la cinta y apretó el botón de play.
Empezó a escuchar lo que parecía el seguimiento de la investigación llevada a cabo, con la voz de Pingsdorf relatando cosas como "Son las 23.15, estoy dentro de las casas para perros, los guardias vigilan, área despejada" ó "23.25, no hay novedades, toda el área está limpia". Gutiérrez escuchaba con atención lo que parecía una tranquila pero severa vigilancia. Pero todo cambiaría de repente.
"Son las 23.59, sigo en la sección mascotas, dentro de una casa para perros. Todo tranquilo, pero... ¡momento!... Veo algo, avanzan unos... ¿baldes? Si, unos baldes y unas sogas vienen marchando hacia... acá! Creo que me vieron, pero, ¿cómo puede ser? ¡Van por sí solos!...¡No, suéltenme! ¡No! ¡Noooo!"
Gutiérrez quedó pasmado. La cinta se cortaba inmediatamente después de las súplicas de Pingsdorf. Le pareció increíble el solo hecho de estar considerando que los objetos de sus supermercado se movieran por sí solos. Pero admitió, a su vez, que era hora de rendirse. Al día siguiente regaló todo lo que quedaba dentro del local y abandonó el negocio.
"Pasaban cosas raras en lo de Gutiérrez, pasaban cosas raras", nos dice nuevamente Marta, la vecina del barrio Chirola.
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