— ¡Juguemos al Monopoly! –dijo N... agitando los brazos y dando pequeños saltitos de liebre alrededor de la habitación.
— ¡Pero yo soy Clarín, eh...! -contestó E... –que no conocía el juego porque era muy chica.
— ¡Así no se juega! –interrumpió uno de los hijos de M... y V...–. Los demás chicos rieron a carcajadas. Entonces N..., –que no era el mayor, pero aun así era el líder– tomó la palabra y puso orden.
— Como E... es chiquita –dijo– y no sabe jugar, por hoy es mantequita y juegan juntos con R...
R... protestó, diciendo que a él no le gustaba jugar con su hermana menor, porque al tener que explicarle a ella se desconcetraba y perdía siempre. Además era más probable que ella aprendiera más mirando como jugaban los demás que viendo lo que hacía una sola persona.
Aunque el argumento de R... tenía lógica, a N... le pareció mejor que los hermanos jugaran juntos, y todos sabían que lo que decía él debía hacerse sin discutir. Sin embargo, R... no quería aceptar de buen grado y logró sellar un pacto con el líder. Dijo que jugaría con su hermana sólo si N... aceptaba que en el caso de ganar, él se transformaría en el nuevo regente del grupo.
N... no tuvo más remedio que aceptar, para demostrar su grandeza y a sabiendas de que la hermana era un factor de desventaja muy grande para R...
Los siete sabandijas se sentaron alrededor del tablero: R... y E... juntos en una esquina y H... –el primo de ellos– a un costado; en la otra punta se ubicó T... (el lugar antes le correspondía a J..., pero hacía unos años que se había mudado y ya no se veía casi nunca con los demás). También estaba allí B..., el hijo de los M... y V... La posición de privilegio, por supuesto, la ocupaba N... y al lado de él se sentó tímidamente C... (los otros sospechaban que a C... le gustaba N..., pero ella no lo admitía).
Aunque las reglas del juego exigían que la elección fuera dejada en manos del azar, el grupo permitía siempre que el papel de banquero lo ocupara N... Al fin y al cabo, aunque no ocupara tal posición, cualquier disputa que surgiese sería resuelta a su juicio y antojo. Una vez investido, N... repartió el dinero que correspondía a cada uno y alcanzó el dado a H... para que lanzara el primero (una vez más, nadie se atrevió a indicarle que la elección del primer participante debía ser puesta a consideración de la suerte).
Después de más de dos horas de juego, todavía no se había resuelto quien sería el ganador, sin embargo, todo apuntaba a la pareja de hermanos. R... se encontraba realmente contento y no dejaba de repetir que, a pesar de tener la carga de enseñarle a su hermanita, por primera vez ésto no iba a significar su ruina. N... estaba claramente contrariado con la suerte del juego y no podía entender como era que el más desfavorecido (por su propia decisión) era quién lideraba. No obstante, mantenía las apariencias y no dejaba ver su descontento, pensando que tal vez la suerte cambiara de un momento a otro.
A solo un movimiento de ganar R... tomó el pequeño cubito blanco y lo batió dentro de la cueva formada por sus dos manos enfrentadas. Sopló una vez y soltó el dado que rodó casi hasta el otro lado del tablero y fue parar justo al lado del pie derecho de N...
— ¡Seis, seis, seis, seeeeeeeeeis! –alentaba R... mientras el azar rodaba por el suelo–. –¡Seeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeis, gané, gané, gané!– El chico se había levantado y saltaba alrededor de la habitación enloquecido por su victoria y abrazaba a su hermanita que todavía no podía terminar de entender cómo era que había ganado. El resto no salía de su asombro y esperaba la reacción de N..., que continuaba revisando mentalmente cómo había sucedido semejante tragedia. Era la primera vez que alguien le ganaba en un juego y no podía soportar el sabor de la derrota.
En el momento en que N... iba a declarar la anulación de la victoria de R... argumentando que él había cometido un error involuntario y creyendo que su decisión no iba a ser refutada, unas palabras cayeron sobre su cuerpo como un baldazo de agua fría. R..., sentado en el gran sillón de la sala –que a los ojos de todos era ahora un trono real dictaminó:
— ¡De ahora en más el que toma las decisiones soy yo!