A través de la historia, las clases económicamente favorecidas han tratado de diferenciarse constantemente del vulgo y de asimilarse cada vez más a estándares propios de otras clases culturalmente superiores (que paradójicamente también han tratado de distanciarse de las anteriores, las cuales podían tener plata, pero eran grasas).
Este proceso puede verse claramente graficado en el ámbito del deporte. Allá por los comienzos del siglo XX, por ejemplo, el fútbol en nuestro país era un espectáculo típico de la familia de las clases media-alta y alta, las cuales concurrían a las gradas de los estadios a observar a veintidós caballeros (propietarios y profesionales) revolcándose en el lodo con el objeto de patear una pesada pelota de cuero. Poco a poco, el deporte fue adquiriendo popularidad, y las clases medias y bajas empezaron a encontrar en el fútbol un entretenimiento viable (el fútbol, además, no requiere grandes requisitos para jugarse). Con esta invasión del pueblo, los ricos no tuvieron más opción que huir del olor a choripan y a vino tinto para refugiarse en deportes en donde la lacra popular aún no hubiera llegado. Recurrieron al tenis, al rugby y al hockey, entre otros. Estos juegos, no obstante (y sin llegar a equiparar el fenómeno del fútbol), también fueron haciéndose paulatinamente populares y vieron entrar a sectores de la clase media a su territorio, por lo que una vez más los ricos tuvieron que escaparse a nuevas modalidades: deportes náuticos, etc.
Podría estar hablando de estas reacciones durante tres horas (lo cual no sería bueno para nadie); sin embargo mi intención es la contraria: demostrar la que hasta ahora ha sido una de las excepciones a la regla. Es decir, hablar de las características del deporte que nunca ha llegado a ser ni medianamente popular, y en el que las destacadas clases altas pueden sentirse seguras desde hace más de un siglo: el polo.
El polo es un deporte en el que ocho oligarcas (cuatro por equipo) se montan en caballos especialmente criados para la competición, y al trote tratan de meter una pequeña pelota por un arco, pegándole con un palo largo que llega hasta el suelo, parecido al de crocket. O sea, es igual a todos los deportes, pero con caballos. El juego en sí es aburridísimo, y el hecho de que cada vez que un jugador pierde la pelota tenga que girar 180º con los caballos no lo mejora en absoluto. No es difícil imaginarse por qué este juego se practica sólo en pequeños círculos de algunos países.
Un tema polémico del polo es el uso de los caballos. Los mismos están sometidos a arduos entrenamientos por los que muchas veces mueren. Además, el hecho de que valgan tantos miles de dólares y que estén metidos en un deporte que se juega entre personas de altas rentas, los hace proclives al envenenamiento por parte de los equipos rivales. De más está decir que la misma gente que se entretiene con el juego del polo, probablemente frunza la nariz y reclame por los derechos de los animales cuando vea pasar un carrito de cirujas tirado por un caballo.
Pero mientras los competidores (y sus respectivos jinetes) se esfuerzan en el campo de juego, la verdadera acción transcurre al margen de este, en las plateas. Allí se llevan a cabo grandes ventas de propiedades, intercambios de vehículos, acciones y negociados de hijas y primogénitos. El referee, que cabalga también por el campo de juego, pispea constantemente los palcos, saboreando de antemano la jugosa propina que le quedará por prestar sede a los negocios.
[ El pato, por otra parte es un juego muy parecido, en el que en vez de pelota se usa un símil de ave hecho de madera y plumas y se lo trata de introducir por aros verticales. Al igual que el polo está restringido a clases altas y por razones totalmente entendibles es el deporte nacional de Argentina. ]
Podría gastarme en hacer una larga y poco graciosa lista de consejos (por nadie requeridos) para hacer del polo un deporte con más arraigo popular. Podría proponer subsidiar la cría de caballos y trasladar el deporte a clubes de barrios y de ciudades del interior del país; o impulsar una banda de cumbia que cante acerca del deporte (a la que podríamos llamar “Polo vago” o “Yegua brava”); o incluso exigir al estado la compra de los derechos de retransmisión de los partidos: “Polo para todos”. Pero la verdad no vale la pena. Si la gente nunca ha salido de los barrios corriendo hasta San Isidro, debe ser por alguna razón. Hay veces en que el millón de moscas no se equivocan.
Este proceso puede verse claramente graficado en el ámbito del deporte. Allá por los comienzos del siglo XX, por ejemplo, el fútbol en nuestro país era un espectáculo típico de la familia de las clases media-alta y alta, las cuales concurrían a las gradas de los estadios a observar a veintidós caballeros (propietarios y profesionales) revolcándose en el lodo con el objeto de patear una pesada pelota de cuero. Poco a poco, el deporte fue adquiriendo popularidad, y las clases medias y bajas empezaron a encontrar en el fútbol un entretenimiento viable (el fútbol, además, no requiere grandes requisitos para jugarse). Con esta invasión del pueblo, los ricos no tuvieron más opción que huir del olor a choripan y a vino tinto para refugiarse en deportes en donde la lacra popular aún no hubiera llegado. Recurrieron al tenis, al rugby y al hockey, entre otros. Estos juegos, no obstante (y sin llegar a equiparar el fenómeno del fútbol), también fueron haciéndose paulatinamente populares y vieron entrar a sectores de la clase media a su territorio, por lo que una vez más los ricos tuvieron que escaparse a nuevas modalidades: deportes náuticos, etc.
Podría estar hablando de estas reacciones durante tres horas (lo cual no sería bueno para nadie); sin embargo mi intención es la contraria: demostrar la que hasta ahora ha sido una de las excepciones a la regla. Es decir, hablar de las características del deporte que nunca ha llegado a ser ni medianamente popular, y en el que las destacadas clases altas pueden sentirse seguras desde hace más de un siglo: el polo.
El polo es un deporte en el que ocho oligarcas (cuatro por equipo) se montan en caballos especialmente criados para la competición, y al trote tratan de meter una pequeña pelota por un arco, pegándole con un palo largo que llega hasta el suelo, parecido al de crocket. O sea, es igual a todos los deportes, pero con caballos. El juego en sí es aburridísimo, y el hecho de que cada vez que un jugador pierde la pelota tenga que girar 180º con los caballos no lo mejora en absoluto. No es difícil imaginarse por qué este juego se practica sólo en pequeños círculos de algunos países.
Un tema polémico del polo es el uso de los caballos. Los mismos están sometidos a arduos entrenamientos por los que muchas veces mueren. Además, el hecho de que valgan tantos miles de dólares y que estén metidos en un deporte que se juega entre personas de altas rentas, los hace proclives al envenenamiento por parte de los equipos rivales. De más está decir que la misma gente que se entretiene con el juego del polo, probablemente frunza la nariz y reclame por los derechos de los animales cuando vea pasar un carrito de cirujas tirado por un caballo.
Pero mientras los competidores (y sus respectivos jinetes) se esfuerzan en el campo de juego, la verdadera acción transcurre al margen de este, en las plateas. Allí se llevan a cabo grandes ventas de propiedades, intercambios de vehículos, acciones y negociados de hijas y primogénitos. El referee, que cabalga también por el campo de juego, pispea constantemente los palcos, saboreando de antemano la jugosa propina que le quedará por prestar sede a los negocios.
[ El pato, por otra parte es un juego muy parecido, en el que en vez de pelota se usa un símil de ave hecho de madera y plumas y se lo trata de introducir por aros verticales. Al igual que el polo está restringido a clases altas y por razones totalmente entendibles es el deporte nacional de Argentina. ]
Podría gastarme en hacer una larga y poco graciosa lista de consejos (por nadie requeridos) para hacer del polo un deporte con más arraigo popular. Podría proponer subsidiar la cría de caballos y trasladar el deporte a clubes de barrios y de ciudades del interior del país; o impulsar una banda de cumbia que cante acerca del deporte (a la que podríamos llamar “Polo vago” o “Yegua brava”); o incluso exigir al estado la compra de los derechos de retransmisión de los partidos: “Polo para todos”. Pero la verdad no vale la pena. Si la gente nunca ha salido de los barrios corriendo hasta San Isidro, debe ser por alguna razón. Hay veces en que el millón de moscas no se equivocan.